-¿Y qué quiere usted que cante? -Lo que tú quieras, con tal que sea cosa buena. Canta la Letanía, la Salve, el Credo; en fin, canta lo que te dé la gana, con tal que cantes. -Está muy bien, señor. Periquillo se colgó del brazo una cestita de asa, y en menos que uno lo cuenta se plantó en lo más alto de la higuera y empezó a coger higos, canta que te canta. Quería embaularse los mejores; pero para comer tenía que dejar de cantar; y así que interrumpía el canto, ya estaba el señor cura gritándole que cantase y amenazándole con un terrón que tenía en la mano. Cavilaba Periquillo a ver si encontraba medio de jugársela de a puño al señor cura, y al fin creyó haberlo encontrado. Púsose a cantar un responso, y, naturalmente, al llegar al Pater noster guardó silencio. -¿Qué es eso? -le gritó el señor cura alarmado. -Que estoy rezando el Padrenuestro -contestó Periquillo con la boca llena de higos. -¡Rézalo cantando, condenado a muerte! -Ca, no señor; el Padrenuestro lo reza usted siempre en voz baja. El señor cura arrojó al suelo el terrón que tenía en la mano y dijo, soltando la carcajada. -Hombre, por pillo que eres se te puede perdonar el que te comas la mitad de los higos. La mitad de los higos no se comió Periquillo; pero, vamos, que no se dio mal atracón de ellos mientras suponía rezar el Padrenuestro.